Todos los economistas sensatos están de acuerdo en
que cuando la inflación supera un determinado nivel crítico el alza sostenida
de los precios supone una amenaza para el bienestar económico general.
18 de junio Fuente: Expansión
La gran mayoría de la gente es consciente de los
costes que para una nación puede
tener una inflación como la que registran en estos momentos los países
occidentales. Las personas observan cómo suben los precios de los bienes de
consumo y cómo se reduce el poder de compra de sus salarios. Y se dan cuenta
también de que se trata de un problema que amenaza el desarrollo y la
prosperidad de la sociedad en la que viven. Si la subida de precios es pequeña,
los efectos son mucho menores ciertamente. Y algunos economistas han defendido
las ventajas de este tipo de inflación reducida y controlada. Desde el Keynes
que pensaba que, si había que hacer ajustes en un mercado de trabajo con
salarios reales por encima del nivel de equilibrio, era mucho mejor realizarlos
subiendo los precios que bajando los salarios monetarios; hasta los bancos centrales
de nuestros días, que han fijado como su objetivo la existencia de unas tasas
de inflación sostenidas a un nivel relativamente bajo para facilitar el buen
funcionamiento de la economía.
Todos los economistas sensatos están de acuerdo, sin embargo, en que cuando la inflación supera un
determinado nivel crítico -y la que ahora padecemos lo ha superado ciertamente-
el alza sostenida de los precios supone una amenaza para el bienestar económico
general.
Pero que el hecho sea malo para el país en su conjunto no significa que toda la gente
experimente sus efectos de la misma forma. En otras palabras, no todos van a
sufrir por igual sus consecuencias y algunos podrán obtener una ganancia neta
del fenómeno.
Uno de los casos más comentados estos días en los medios de comunicación es el de las
personas que tienen que devolver un préstamo con garantía hipotecaria
contratado a tipos de interés variable. Y no es difícil, en efecto, estimar el
aumento de los pagos mensuales que tendrán que afrontar como consecuencia del
alza de los tipos de interés que la inflación está generando. Este análisis
resulta, sin embargo, parcial, ya que ignora uno de los efectos redistributivos
más importantes de la inflación: la reducción del valor real de las deudas. Es
decir, aunque la cantidad de euros que el deudor hipotecario debe devolver al
banco no cambie, el valor real de estos euros es menor.
Si el salario de este deudor permaneciera constante en términos nominales su
ratio deuda/renta no cambiaría. Pero si, como es esperable, el salario crece
para compensar -al menos parcialmente- el alza de precios, la ratio deuda/renta
disminuye; y el nivel de riqueza neta del comprador de la vivienda se
incrementa. Por lo tanto, generalizando el resultado de esta observación, hay
que concluir que la inflación es amiga de los deudores y enemiga de los
acreedores.
Esto se ha visto muy claramente en diversos
episodios históricos; el más
conocido, el de la inflación alemana de 1923, en la que muchos deudores
hipotecarios devolvieron sus préstamos con maletas llenas de billetes
depreciados con un valor real cercano a cero. Pero, en menor grado, el fenómeno
se ha dado en muchos otros casos.
De alguna forma, para los agentes económicos -empresas o consumidores- la inflación es un
juego de "sálvese quien pueda", en el que los resultados que cada uno
obtiene dependen de su posición negociadora en el mercado.
Y no es cierto que los trabajadores -como a veces se afirma- resulten siempre
perjudicados. Pueden perder poder de compra o no. Si el mercado de trabajo les
permite renegociar sus salarios nominales al alza, poco o nada perderán. Si
no consiguen hacerlo -por ejemplo, por un deterioro de la situación
económica general- sus ingresos reales se verán reducidos. Los pensionistas y
funcionarios, cuyos ingresos dependen de decisiones políticas, quedan en una
situación indeterminada en función de lo que haga el gobierno de turno. Y quien
haya invertido parte de su patrimonio, por ejemplo, en deuda pública para
completar su pensión tras la jubilación será, seguramente, el más perjudicado
de todos.
Y este último caso nos permite ver otro de los
aspectos redistributivos más
relevantes de la inflación: a un Estado fuertemente endeudado -como es España
en estos momentos- le viene bien, al menos en el corto plazo, una buena dosis
de inflación, porque el valor real de su deuda cae de forma significativa. De
hecho, la inflación siempre se ha considerado como un instrumento efectivo -si
bien poco recomendable y nada ortodoxo- para reducir la carga de la deuda
pública de un país.
Pero, a medio y largo plazo, la situación será menos favorable para tal
Estado, ya que los tipos de interés más elevados de las nuevas emisiones de deuda
actuarán en sentido contrario y elevarán dicha carga. Por ello es tan
importante para los deudores el hecho de que el alza de precios no haya sido
prevista por los agentes económicos; ya que, si éstos hubieran sido capaces de
hacerlo, habrían podido adaptar a tiempo sus estrategias a las nuevas
circunstancias. Y lo que nos enseña la historia -y nos confirma la situación
actual- es que no siempre es fácil prever los repuntes bruscos de inflación. Y
cuando ésta surge con fuerza de forma inesperada, los deudores ganan y los
acreedores pierden.
Francisco Cabrillo, Catedrático de Economía de la Universidad
Complutense