Más allá de las respuestas políticas, otras organizaciones llevan a cabo las suyas. La Fundación Madrina impulsa el realojo de familias con niños en pueblos.
La combina ción
de una baja natalidad, del envejecimiento y la progresiva desaparición de
tejido productivo es un cóctel peligroso. El cóctel se sirve especialmente en
zonas rurales. Años de pérdidas de población en beneficio de las áreas urbanas
dejan un problema difícil de resolver y, lejos de tender a solucionarse, las
perspectivas que manejan organismos como la Organización de las Naciones Unidas
(ONU) apuntan a que irá a peor.
Según cifras de
la ONU, en 2020 un 43,83% de la población mundial vivía en áreas rurales. Para
2050, estiman que bajará al 31,64%. La ONU muestra que, para variar, este
problema de la despoblación rural se ceba más con los países desarrollados. Los
casos de México y España van casi a la par. Si nada cambia, en 2050
prácticamente solo una de cada diez personas vivirá fuera de ciudades en estos
dos países.
Frente a este
escenario y toda la problemática que lleva asociada, los Gobiernos buscan
soluciones. En el caso de España, recientemente se impulsó un plan de más de
10.000 millones de euros procedentes de fondos europeos para tratar de paliar
el despoblamiento rural. Más allá de esfuerzos políticos, otros agentes de la
sociedad tratan de combatir esta tendencia hasta ahora arrolladora. Es el caso
de la Fundación Madrina.
Autodefinida
como una entidad de carácter benéfico asistencial, desde hace seis años llevan
a cabo una iniciativa llamada “pueblos madrina” dirigida a solucionar dos problemas
a la vez. La fundación contacta con pueblos afectados por la despoblación en
busca de viviendas vacías y en alquiler, y facilita la llegada a la villa de
familias con niños que atraviesen una mala situación económica. Así, personas
cuya vida era difícil en la ciudad consiguen empezar de nuevo, y pueblos que se
encaminaban al abandono y a la pérdida de servicios como la educación pueden
frenar ese proceso.
El presidente y
fundador de Fundación Madrina, Conrado Jiménez Agrela, explica que los “pueblos
madrina” se sitúan en Castilla-La Mancha, Extremadura y, principalmente, en la
provincia castellanoleonesa de Ávila. En esta última, varias poblaciones
cercanas a la capital participan en el programa. “A lo largo de estos años de
iniciativa, en la que se incluye también la acogida de familias monoparentales,
estamos hablando de más de 300 familias atendidas y alrededor de 1.000 niños”,
detalla Jiménez.
Cómo funciona
El proceso no es
simple. Son las familias las que solicitan entrar en el programa y las que, a
través de la fundación, tratan de convencer con mensajes en vídeo a los
alcaldes de los pueblos participantes. La fundación, por su parte, estudia a
las familias caso por caso, fijándose en si están estructuradas, en su actitud
y en si realmente quieren vivir en alguno de los pueblos a los que llevan de
visita. La decisión final depende no solo de la familia sino también en gran
parte de los alcaldes y, sobre todo, del arrendador de la vivienda, con la
fundación en el papel de mediadora y asesora.
Tras llegar al
pueblo, la organización garantiza que la adaptación vaya sobre ruedas y asume
el coste del alquiler de la vivienda así como los gastos corrientes. El alquier
se ejecuta mediante un contrato tripartito entre la familia, el arrendador y la
propia Fundación. Con este documento, se garantizan el derecho a revisar la
vivienda y la situación de la familia con visitas periódicas de trabajadores
sociales y psicólogos.
Una vez
asentados allí, la misión es el arraigo. Es decir, que no sea flor de un día, que
la familia permanezca en el pueblo de forma autosuficiente. Para ello, buscan
empleo a las personas que llegan al pueblo. “El empleo es fundamental. Contar
con un alojamiento barato. El tener el colegio cerca o bien adaptado a las
necesidades de las familias, un autobús que cuando, los niños crezcan, los
recoja aquí y les lleve a la ciudad cercana. El tema sanitario...” enumera
Jiménez como los requisitos para un arraigo efectivo.
La fundación
trata de que las familias que se han logrado establecer en un pueblo no estén
solas. Si hay más familias en la misma situación, se abre la puerta a la
cooperación. “Por ejemplo, hemos comprado un vehículo que está a disposición de
una de las familias en Amavida, pero trabaja con todas las que hay en el
pueblo, también pagamos el coste del carnet de conducir”, dice el presidente.
A la hora de
buscar empleo,que escasea en áreas rurales, la organización señala que las
actividades que suelen proporcionar empleo son construcción, cuidado de
personas mayores, estética, hostelería y agricultura o ganadería.
“La clave es que
venimos periódicamente a verles. Hemos apreciado aquí en distintas regiones que
hay instituciones o alcaldes que lo han hecho a su manera. Han cogido
poblaciones rumanas, argentinas o árabes y no les ha funcionado. Se acomodaron
con ayudas y dejaron de trabajar, o se han quedado de okupas. Los pueblos
tienen mucho miedo a la ocupación. Nosotros tenemos un contrato blindado entre
los alcaldes, la familia y nosotros. Metemos cláusulas de atención social. Nos
da autorización a entrar en la casa, ver cómo está de cuidada. Podemos
denunciar el contrato y avisar a las autoridades en caso de problema”, afirma
Jiménez.
La iniciativa no
está exenta de problemas. En un caso detectaron violencia de género y la propia
organización interpuso la denuncia. A modo de prueba de que funciona, Jiménez
cuenta que hay familias que llevan viviendo en el mismo sitio desde el inicio
del programa.
“No volvería a
Madrid”
Antonio Palma y
Tamara Sánchez, padre y madre de familia con cuatro hijos, viven en el pueblo
abulense de La Torre desde el pasado mes de abril. A raíz de la pandemia, ambos
se quedaron sin empleo. La fundación contactó con el alcalde de la localidad,
Bernardino Giménez, y él accedió a alquilar por 150 euros al mes la casa
propiedad del Ayuntamiento en la que antiguamente vivía la maestra del pueblo.
El colegio estaba a punto de cerrar por falta de niños, pero la llegada de la
familia lo evitó.
Un mes después
de su llegada, Tamara encontró trabajo en la cocina del hotel El Carrascal. “Lo
que no he tenido en Madrid en un año aquí lo he conseguido en un mes”. Antonio
todavía no tiene empleo. Aunque le costó adaptarse en un principio a la vida
rural, no volvería a Madrid. “El barrio en el que vivía había demasiado adicto.
No se puede estar tranquilo. Tuve mil problemas con ellos por decirles que al
menos no se drogaran delante de niños. Aquí mis hijos van tranquilos por la
calle. Estoy encantado”, relata.
Por su parte,
Arelis Mercedes, madre soltera de tres hijos reubicada el viernes 11 de junio
en Muñogalindo, coincide con la visión de Tamara y Antonio. "Con motivo de
la pandemia tanto mi marido como yo perdimos el empleo. Trabajábamos en
hostelería. Ahora estamos separados, pero los dos perdimos el trabajo, nos
atrasamos con los pagos de la casa… A mucha gente les ha tocado lo mismo.
Cuando nos separamos y no teníamos trabajo, buscamos varias alternativas en
Madrid. No encontré ayuda". Ahora, buscará una nueva vida en el pueblo de
340 habitantes que eligió por tener la posibilidad de que su hijo adolescente
pueda acceder a los servicios de la cercana Ávila.
Jiménez comenta
que organizaciones y autoridades europeas han contactado con la Fundación
Madrina. “Nosotros tenemos el know how, sabemos las cosas que asientan a las
familias y las que no. No se trata de traer familias y ya, ni de darles una
ayuda económica y punto, porque una familia es muy compleja”.
Fuente CincoDias